"Es la primera vez que me visto de cocinero en tres años y medio", resaltaba Ferran Adrià enfundado en una chaquetilla blanca de cocinero. Lo hacía para elaborar ocho creaciones, algunas físicas y otras virtuales, para ocho comensales seleccionados en un concurso sobre la creatividad.
Estas ocho personas, de distintas edades y procedencias, trabajaron más el "paladar mental", admitió el propio Adrià, que el bucal, ya que el objetivo real de este encuentro es divulgar en un documental el proceso creativo de elBulli, el restaurante que revolucionó la gastronomía mundial y que cerró para transformarse en elBulliFoundation en julio de 2011.
La experiencia, que se denominó "Comer conocimiento", se desarrolló en la sala que acoge la exposición "Ferran Adrià. Auditando el proceso creativo", en Madrid. Una muestra única porque es la primera en explicar las bambalinas de la cocina y porque por ella pasaron ya "muchas más personas que por elBulli", destacó el cocinero.
Este exclusivo almuerzo, "la primera comida de elBulli que ya no es un restaurante", sentó a la mesa a ocho personas seleccionadas de entre 800 que enviaron videos sobre qué suponía para ellos la creatividad. Y sobre cómo se desarrollaba en elBulli habló Adrià a los comensales con cada una de las "elaboraciones" del menú.
"Lo más brutal ha sido ver los mismos ojos de personas que vi en elBulli", aseveró el cocinero, quien añadió que en elBulliFoundation emprenderán acciones como ésta, que no sólo encantó a los invitados, sino que los sorprendió muchísimo, según explicó a EFE.
"Mola más esto que comer en elBulli, porque aquí Ferran ha estado con nosotros, es una lección magistral", apuntó a EFE uno de ellos. "Se ha creado magia en la mesa entre gente que no nos conocíamos de nada", de edades variadas y profesiones y aficiones dispares: desde un arquitecto a una periodista, pasando por un experto en Japón "obsesionado" con la ceremonia del té.
No tuvieron carta, al menos no al uso de un restaurante tradicional. Lo primero que recibieron al sentarse a la mesa fue el escrito de queja de un comensal que probó su polémica espuma de humo, una elaboración de 1997 pensada "para provocar" porque "elBulli no cambiaba de discurso por lo que dijera nadie". Después, estos atípicos comensales la han degustado y alabado.
Su primer bocado, servido por personal de sala de elBulli, fue pan con mantequilla. "¿Lo han hecho para molestarnos?", se preguntó asombrada una de las comensales. "Cambiando el pan con mantequilla por snaks y cócteles revolucionamos la forma de dar la bienvenida en los restaurantes. Allí no se comía comida, sino creatividad", explicó su chef.
Adrià se valió de su spray de dry martini de 2005 para ilustrar que "hay muchas cosas que no aguantan el paso del tiempo ni el cambio del lugar", por lo que "la vanguardia descontextualizada es lo peor", y de la trufa negra tratada como el vino de 2009 para hablar sobre los sabores puros.
Después llegaron platos virtuales como las semillas de 2006, que vieron en una tableta y que generó un debate sobre el talento cognitivo, aquel que "permite a muy pocos comer un plato simplemente viéndolo". "Cuando comes conocimiento comes más creatividad que degustando elaboraciones", animaba el cocinero a sus invitados.
Con Secuencias de Japón, otro de los platos de elBulli que aquí llegó en forma de fotografías, Adrià recordó cómo su restaurante cambió también la forma de organizar un menú con las secuencias -distintas elaboraciones de un producto- y con Especias, un juego en el que han tenido que identificar doce, lograba averiguar el nivel de conocimiento culinario de los clientes.
El restaurante elBulli supuso un antes y un después en la gastronomía mundial y Ferran Adrià sigue creando a través de elBullifoundation. "Ahora el reto no es crear platos, es crear conocimientos", pero sin dejar de ser revolucionarios.
Pilar Salas - EFE.
Vinos, Gastronomía, Turismo, Diseño, Moda y algo más - Blog del Diario La Capital de Mar del Plata. Edición @Uke7
lunes, 19 de enero de 2015
Capuchinos: del convento a la merienda
Que la cocina conventual, la cocina de los monasterios grandes o pequeños, tiene un gran interés es algo que nadie pone en duda; no hace falta remontarse a las grandes abadías medievales o renacentistas para encontrar recetarios magníficos, caso de los de los monasterios de Alcántara o de Guadalupe, en España.
Pero, normalmente, cuando pensamos en cocina conventual no lo hacemos en monjes cocineros, al estilo del entrañable "fray Papilla" de la película "Marcelino, pan y vino" (1954) protagonizado por Pablito Calvo. Pensamos, más bien, en monjas cocineras... y, sobre todo, en monjas reposteras.
De montones de conventos de monjas salen, por el torno, verdaderas golosinas, muy conocidas y apreciadas no ya por el público de la ciudad en la que se encuentre el convento, sino por otro que viene desde lejos o que aprovecha el viaje para comprar algún dulce de la clase de los celestiales.
Hoy, sin embargo, no entraremos en ningún monasterio, ni siquiera en el de Yuste (otro también extremeño, en el suroeste español) en el que el 'jubilado' Carlos I de España y V de Alemania dejó transcurrir sus últimos meses disfrutando de la cocina monacal, bien surtida de productos que le llegaban desde todas partes de España.
Esta vez vamos a referirnos a especialidades que llevan el nombre de dos congregaciones religiosas muy emparentadas entre sí: las formadas por los capuchinos y las capuchinas.
Ambas son derivaciones de las originales órdenes franciscana y de las clarisas. Fueron fundadas en el primer tercio del siglo XVI y continúan con su labor hoy día; yo recuerdo que, en mi infancia, en mi ciudad natal en Galicia, había una iglesia "de las capuchinas" cerca de mi casa y, al otro extremo de la población, otra "de los capuchinos".
Pero estoy seguro de que si hoy hablamos de capuchinas, la mayoría de la gente, aparte de en la hierba de ese nombre, pensará en una tarta apreciadísima por los muy golosos; y si mencionamos un capuchino, sobre todo escrito en su idioma materno, el italiano (cappuccino) surgirá la imagen de un café cubierto de abundante espuma.
Ya saben: un café al que se le añade algo de leche, ni tanta como a un café con leche ni tan poca como a un cortado, que da al café un color avellanado oscuro que recuerda el color del hábito franciscano o capuchino. La leche se incorpora casi en el punto de ebullición, lo que hace que se forme esa deliciosa y abundante espuma, a la que algunos añaden algo de nata montada y todos, por encima, un poco de cacao amargo en polvo. Rico... y de moda.
¿Y la 'capuchina'? Pues un bizcocho sobrecargado de yema y almíbar, al que además se le cubre con crema de yema y en cuya superficie se dibuja una rejilla que se quema para dar el clásico aspecto tostado. Es receta sencilla: básicamente, partirán de un huevo entero y ocho yemas, batirán bien, pero bien, y le añadirán como 40 gramos de harina, mezclando muy bien. Se pone en un molde engrasado con mantequilla y se hornea al baño maría, a 150 grados, veinte minutos. Lo dejaremos templarse en su molde.
Mientras, con 200 gramos de azúcar, un poco de piel de limón y el agua justa para cubrirlo, haremos un almíbar. Pincharemos la superficie del bizcocho para que, al verter sobre ella el almíbar, este impregne bien todo el bizcocho. Así las cosas, se deja descansar hasta el día siguiente.
Entonces se hace la crema de yema, batiendo otras cinco yemas; con seis cucharadas de azúcar, apenas cubiertas con agua, preparamos otro almíbar que se mezcla con las yemas. Hecho esto, se va vertiendo la crema sobre el bizcocho. Se extiende, y se espolvorea azúcar glas. Se dibuja la rejilla con un cuchillo, se pasa sobre las líneas el soplete de cocina para quemar el azúcar... y a la heladera, que como mejor está es bien fría.
Y ahí tienen ustedes una pareja ideal para una merienda: una 'capuchina' y un cappuccino. Una delicia; mejor dicho, dos.
Caius Apicius - EFE.
Pero, normalmente, cuando pensamos en cocina conventual no lo hacemos en monjes cocineros, al estilo del entrañable "fray Papilla" de la película "Marcelino, pan y vino" (1954) protagonizado por Pablito Calvo. Pensamos, más bien, en monjas cocineras... y, sobre todo, en monjas reposteras.
De montones de conventos de monjas salen, por el torno, verdaderas golosinas, muy conocidas y apreciadas no ya por el público de la ciudad en la que se encuentre el convento, sino por otro que viene desde lejos o que aprovecha el viaje para comprar algún dulce de la clase de los celestiales.
Hoy, sin embargo, no entraremos en ningún monasterio, ni siquiera en el de Yuste (otro también extremeño, en el suroeste español) en el que el 'jubilado' Carlos I de España y V de Alemania dejó transcurrir sus últimos meses disfrutando de la cocina monacal, bien surtida de productos que le llegaban desde todas partes de España.
Esta vez vamos a referirnos a especialidades que llevan el nombre de dos congregaciones religiosas muy emparentadas entre sí: las formadas por los capuchinos y las capuchinas.
Ambas son derivaciones de las originales órdenes franciscana y de las clarisas. Fueron fundadas en el primer tercio del siglo XVI y continúan con su labor hoy día; yo recuerdo que, en mi infancia, en mi ciudad natal en Galicia, había una iglesia "de las capuchinas" cerca de mi casa y, al otro extremo de la población, otra "de los capuchinos".
Pero estoy seguro de que si hoy hablamos de capuchinas, la mayoría de la gente, aparte de en la hierba de ese nombre, pensará en una tarta apreciadísima por los muy golosos; y si mencionamos un capuchino, sobre todo escrito en su idioma materno, el italiano (cappuccino) surgirá la imagen de un café cubierto de abundante espuma.
Ya saben: un café al que se le añade algo de leche, ni tanta como a un café con leche ni tan poca como a un cortado, que da al café un color avellanado oscuro que recuerda el color del hábito franciscano o capuchino. La leche se incorpora casi en el punto de ebullición, lo que hace que se forme esa deliciosa y abundante espuma, a la que algunos añaden algo de nata montada y todos, por encima, un poco de cacao amargo en polvo. Rico... y de moda.
¿Y la 'capuchina'? Pues un bizcocho sobrecargado de yema y almíbar, al que además se le cubre con crema de yema y en cuya superficie se dibuja una rejilla que se quema para dar el clásico aspecto tostado. Es receta sencilla: básicamente, partirán de un huevo entero y ocho yemas, batirán bien, pero bien, y le añadirán como 40 gramos de harina, mezclando muy bien. Se pone en un molde engrasado con mantequilla y se hornea al baño maría, a 150 grados, veinte minutos. Lo dejaremos templarse en su molde.
Mientras, con 200 gramos de azúcar, un poco de piel de limón y el agua justa para cubrirlo, haremos un almíbar. Pincharemos la superficie del bizcocho para que, al verter sobre ella el almíbar, este impregne bien todo el bizcocho. Así las cosas, se deja descansar hasta el día siguiente.
Entonces se hace la crema de yema, batiendo otras cinco yemas; con seis cucharadas de azúcar, apenas cubiertas con agua, preparamos otro almíbar que se mezcla con las yemas. Hecho esto, se va vertiendo la crema sobre el bizcocho. Se extiende, y se espolvorea azúcar glas. Se dibuja la rejilla con un cuchillo, se pasa sobre las líneas el soplete de cocina para quemar el azúcar... y a la heladera, que como mejor está es bien fría.
Y ahí tienen ustedes una pareja ideal para una merienda: una 'capuchina' y un cappuccino. Una delicia; mejor dicho, dos.
Caius Apicius - EFE.
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