Varios cocineros de los puestos altos de las guías han prohibido o, al menos, puesto limitaciones a la fiebre fotográfica que afecta hoy día a los clientes de los restaurantes, que se pasan un buen rato haciendo fotografías de los platos que les van sirviendo, para colgarlas luego en las redes sociales.
Es una nueva faceta del al parecer inevitable exhibicionismo del ser humano. El fenómeno no es nuevo; lo que cambia es el tema fotografiado. Verán, antes de la popularización de las cámaras de video, cuando uno iba a casa de un amigo corría el riesgo de verse obligado a ver el álbum con las fotos de su boda.
Al llegar los videos domésticos, el álbum de fotos se convirtió en la grabación de acontecimientos familiares: la boda, en primer lugar, pero también cualquier monería hecha por sus hijos pequeños. El visitante se veía obligado, por cortesía, a hacer un buen rato de espectador, fingiendo un interés que estaba muy lejos de sentir.
Hoy, a la que te descuidas, tus amigos te abruman con las fotografías que han hecho con su teléfono celular. Vamos progresando: antes estos eran peligros que uno corría solo cuando iba de visita; ahora, la contemplación de fotos que no le interesan lo más mínimo es un riesgo que se presenta en montones de situaciones cotidianas.
Por si esto fuera poco, y por si pretendías evitarlo, ahora te las ponen en casa, en tu correo electrónico, en las redes sociales. Y gran parte de estas fotografías invasivas corresponden a platos que el autor ha consumido en tal o cual restaurante. Cada vez es más difícil librarse de esas exhibiciones.
Y cuando uno va al restaurante se encuentra con una especie de convención de fotógrafos: todo el mundo fotografía la comida que tiene delante.
Yo recuerdo que en el desaparecido "El Bulli" de Ferran Adrià solíamos comentar que nunca faltaban dos o tres mesas de japoneses que hacían compulsivamente fotos a todo lo que les ponían delante; pero por entonces ya sabíamos que los japoneses veían el mundo a través de una cámara, y que solo admirarían a gusto la torre Eiffel cuando llegasen a casa y viesen el video, no cuando estaban ante ella.
Hoy, chefs como Heston Blumenthal o David Muñoz, por citar solo a dos, han prohibido o, al menos, restringido la actividad fotográfica de sus clientes. Las razones son múltiples; el inglés dice que se molesta al resto de la clientela y al servicio, cuando la gente se levanta para encontrar un enfoque, o monta una especie de miniestudio encima de la mesa, con trípode, flash y demás aparato.
El español, que no quiere que aparezcan en las redes sociales fotografías de dudosa calidad que no hacen justicia a sus creaciones. Ambos tienen razón, y sobre todo el segundo: el nivel de esas fotografías es, generalmente, penoso.
La fotografía gastronómica es un arte. Hay grandísimos profesionales. Y cuentan que en las fotos más espectaculares casi nada es lo que parece, porque han de apelar a cantidad de trucos para que el plato tenga el mejor y más apetitoso aspecto. Un ejemplo: los helados, que se derretirían rápidamente bajo un foco, se sustituyen por puré de papas teñido del color conveniente.
Yo hago fotos de los platos de mi casa, tanto para mi archivo personal como para, si se tercia, publicarlas en algún medio. No soy profesional, pero busco que esas fotos sean dignas; repaso los bordes del plato para que estén limpios de gotas de salsas, trato de evitar reflejos y sombras. Otra cosa. Ah, y no las exhibo ante el primero que aparece.
De verdad: cuando vayan al restaurante, disfruten de la comida, no la vean a través de la pantalla del celular. Y, sobre todo, no castiguen a sus amigos. En fin, signo de los tiempos: antes, cuando se iba a empezar a comer, se bendecía la mesa; hoy se hacen fotos. Qué manía de exhibirse, de verdad.
por Caius Apicius - EFE
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