domingo, 16 de noviembre de 2014

El placer del sopeo

Una sopa es, según la primera definición del Diccionario, un pedazo de pan empapado en cualquier líquido. Es, entonces, lógico que se emplee el verbo sopear para describir la acción de empapar trocitos de pan en una salsa particularmente apetitosa, haciendo honor a otra expresión popular que, para expresar que algo es muy bueno, se diga que está "de toma pan y moja".
Y es que hay salsas verdaderamente irresistibles. O las había, porque la cocina de nuestro tiempo parece haber desechado las salsas, que acaban convertidas en una mera insinuación, dos líneas al borde del plato, muy bien dibujadas, eso sí, pero perfectamente inanes.
Antes, en la mesa, se ponía pan "para empujar". Ya. Para empujar la salsa, naturalmente. Pero un montón de factores y de prevenciones amenazó y amenaza tan satisfactoria costumbre. Por un lado, absurdas normas de comportamiento en la mesa; por otro, la gastrocondría (hipocondría aplicada a la comida) que domina nuestros tiempos.
Nada diré respecto a lo segundo, salvo para compadecer a quienes en la mesa solo buscan una alimentación presuntamente sana, generalmente vacía del placer que un buen plato debe causar al comensal. Miren ustedes: yo sopeo hasta la ensalada, quiero decir el aliño líquido que queda en el plato al final, que si se ha usado un aceite de calidad (o sea: virgen de oliva) es una delicia.
Pero déjenme que acuda al tantas veces citado en estos comentarios Julio Camba, periodista y escritor gallego (de Galicia) que nos legó uno de los más interesantes y divertidos libros sobre gastronomía, titulado "La casa de Lúculo o el arte de comer" (1929). En sus últimas páginas brinda una serie de recomendaciones impregnadas de sentido común y de fino humor.
Sobre el tema que nos ocupa escribió: "no deje usted nunca de sopear por un falso concepto de corrección; lo verdaderamente incorrecto es devolver a la cocina, sin casi haberla probado, alguna de esas salsas preciosas que honran a una casa". A continuación aconseja: "considere usted, sin embargo, que el barniz de los platos no forma nunca parte de una salsa, y renuncie a él".
Sentido común. Unos años antes, otro autor, Ángel Muro, explicaba cómo había que proceder para sopear: "la salsa que se quiere comer hasta el fin, porque gusta y es grata, se come empapando varias veces en ella un pedazo de pan de tamaño, para no mancharse los dedos, y dejando en el plato, para tomar otro cacho de pan, el cabillo del anterior que se ha tenido entre los dedos algún tiempo". Esto viene en el capítulo "Manera de comer los manjares" en su libro "El Practicón" (1894).
Estoy con ambos autores, aunque admita variaciones sobre el protocolo establecido por el señor Muro. Hay gente que va cortando trocitos de pan que pincha en el tenedor, y de ese modo aprovecha la salsa. Allá cada cual; si de lo que se trata es de no tocar el pan con la mano, inútil, porque se toca al menos para partirlo; si lo que se busca es evitar el contacto de los dedos con la salsa, basta un mínimo de saber hacer.
Una salsa es, muchas veces, el alma de un plato. Casi siempre, su brillante coda final. Una buena salsa es una obra de arte, y un buen salsero es un artista. El capítulo de salsas de los tratados culinarios es muy extenso; en "El Practicón" aparecen 71, y en el "Ma cuisine" (1934), de Auguste Escoffier, 86.
Toda salsa requiere conocimiento y trabajo, para presentar una obra bien hecha. Tiene razón Julio Camba: despreciar una de esas salsas es lo que es, de verdad, una auténtica grosería. Y un gastrónomo jamás es grosero ni desagradecido. Así que, amigos míos, a sopear.

Caius Apicius - EFE

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