Pocas cosas son tan agradables como, al llegar a casa, servirse una copa de vino para disfrutarla a gusto en uno de esos momentos relajados, tranquilos, que preceden a la cena. Un buen vino, el que cada cual prefiera, saboreado con todos los sentidos o, como algunos prefieren, con el alma.
Necesita, entre otras muchas cosas, una copa adecuada. Y las únicas copas adecuadas que hay son las de cristal. Pero ha tenido que pasar mucho tiempo antes de que pudiéramos tener en casa copas fabricadas con ese material.
Allá por el siglo XIII, un poeta riojano (de la Rioja española) pedía como recompensa a sus esfuerzos por escribir poemas "en román paladino, en el qual suele el pueblo fablar a su vecino", es decir, en el incipiente idioma español, "un vaso de bon vino".
La gente ya bebía vino muchísimo antes. La cuestión es: ¿en qué lo bebía? No, desde luego, en cristal. Las copas primitivas eran, parece, de arcilla. De entonces acá... Se han hecho copas para beber de los más diversos materiales. De loza, de porcelana, de madera, de estaño, de peltre, de bronce, de plata, de oro... hasta llegar primero al vidrio y, finalmente, allá por el siglo XVIII, al cristal.
Todo son ventajas en la copa de cristal, excepto una: su fragilidad. Por lo demás, es ligera, de tacto agradable al labio, no comunica olores ni sabores extraños al vino, permite apreciar sus colores... Hay mucha diferencia entre beber vino de una copa de cristal fino que de otra de cualquier otro material, entre los que en nuestros días hay que incluir -ay- el plástico.
Por supuesto, hay copas y copas. Sus fabricantes han desarrollado últimamente una gama de copas en la que cada vino tiene su propia copa, su propio modelo. Hay copas para Burdeos, copas para Borgoña, copas para blanco, copas para tinto, copas para Jerez, copas para Oporto, copas para champaña... ¿Hace falta tanto? Creo, sinceramente, que no.
Una copa de cáliz generoso, ancho en el fondo, más estrecho en la boca, perfectamente transparente (olviden las copas de colorines o las talladas), con pie y tallo, ni muy pesada ni excesivamente ligera. A mí, la verdad, me vale el mismo modelo para cualquier vino, aunque respeto las copas que llamamos especiales.
Las copas han de estar limpias (sin olor a detergente) y secas. Nunca las llenen ni siquiera hasta la mitad de su capacidad, y menos si se trata de un vino blanco que han de beber casi frío: se calentará, a menos que lo beban de un trago, cosa que no debe hacerse.
Tomen la copa por el tallo: para eso está, aparte de dar elegancia a la copa. Si agarran la copa por el cáliz, su mano calentará el vino. Tampoco traten de imitar a los catadores profesionales tomando la copa por el pie; eso vale para las copas de cata, más pequeñas, a las que se imprime un movimiento giratorio para que el vino despliegue sus aromas. No lo hagan con una copa normal: o están entrenadísimos, o el vino puede acabar en cualquier sitio, sobre todo si se emocionan dándole vueltas y lo marean: huirá. Una mesa de comedor, no lo olviden, no es una mesa de cata: las manchas de vino en el mantel son escandalosas. Giren un par de veces la copa: es suficiente para demostrar que entienden algo de vino.
Hablaba de copas especiales. La de Jerez, el clásico catavinos muy cerrado, de poca capacidad. Es la clásica, pero... a mí no me parece la mejor. Es la copa de la Feria de Sevilla, donde ahora se bebe el llamado "rebujito", brebaje compuesto de fino de Jerez y Seven Up. Nació en la Feria, y allá debe quedarse.
La copa de champaña, la del más aristocrático de los vinos. Hemos abandonado la plana, cuyo molde la leyenda atribuye a un seno de María Antonieta, la infeliz esposa de Luis XVI; otros dicen que era el de la Pompadour, amante del antecesor del rey guillotinado, o sea, de Luis XV. Se impuso la copa "flauta". No me convence; se ha vuelto tan angosta que las burbujas suben a la superficie en fila india, sin espectacularidad. El vino, y el champaña lo es, en copa de vino, de tipo tulipán.
Y, por supuestísimo, de cristal. El vino lo esperó durante milenios para formar la pareja perfecta. No los separe.
Caius Apicius - EFE.
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