Vivimos tiempos que algunos llaman dorados y otros catalogan como de tribulación, en lo que a la cocina se refiere. Hay quienes piensan que hoy se cocina mejor que nunca, y no son pocos los que tildan de mamarrachadas las creaciones surgidas de la imaginación de los cocineros.
Yo creo que eso es bueno: hay donde elegir. El éxito de la cocina creativa, la que aparentemente parte de la nada para crear combinaciones insólitas, no ha traído consigo, como auguraban los pesimistas, el declive de la cocina que llamamos tradicional.
Ambas gozan de buena salud, aunque la primera sea la que más ruido hace en los medios y la segunda la preferida por la mayoría del personal a la hora de ir a comer fuera.
Un conocido periodista radiofónico español comentaba hace tiempo en antena que no le apetecía nada ir a comer a los restaurantes de cocina "casera". Decía que para eso no salía de casa, que a un restaurante se iba "a comer cosas raras". Aún no eran tan raras como pueden serlo ahora.
Si entran ustedes en las redes sociales se darán cuenta de la auténtica plaga que suponen las fotografías de platos de una u otra tendencia.
Como dice un viejo amigo, antes se bendecía la mesa antes de empezar a comer, mientras que ahora lo que se hace son fotografías de los platos para colgarlas en esas redes, donde se ve a la gente presumir de platos que, al menos a la vista, resultan bastante repulsivos.
Para comer bien hay que saber comer, y para hacer buenas fotografías de comida hay que saber hacerlas, no basta con tirar de cámara y ya.
Pero lo que me tiene asombradísimo es el coro que algunos hacen a esos fotogramas. Va alguien y cuelga una fotografía de un escalope a la milanesa comido en tal o cual restaurante y surgen tres o cuatro personas que parecen extasiarse ante la imagen y la idea. Talmente como si nunca hubieran comido caliente.
Una milanesa es una de las cosas más habituales en cualquier domicilio. Salir de casa a pagar una buena plata por una milanesa con papas fritas me parece algo absurdo: la milanesa a mi gusto me la hago yo, o me la hacen, en mi casa, donde controlo el proceso desde la carnicería a la sartén.
Uno de los restaurantes más emblemáticos de Madrid es famoso, sobre todo, por sus huevos rotos. Huevos fritos en sartén, con papas fritas; al servirlos los rompen, y ése es el plato. Sale muchísimo más caro que freírse en casa un par de huevos y unas papas y romper los huevos cuando a uno le apetece; sí, pero no ha estado en ese restaurante, no ha visto a famosos, no ha sido visto.
En el otro extremo, gente que cuelga en las redes las más insólitas creaciones de los cocineros mediáticos, con el inmediato coro de "amigos" boquiabiertos que jalean el plato, por supuesto sin haberlo probado.
Lo divertido es que uno habla luego con el interesado y acaba confesando que la cosa no era para tanto, que le había gustado poco; claro que eso sólo lo dirá en 'petit comité', no vayamos a pensar que no entiende.
Dejemos constancia de nuestra combinación insólita de hoy, en casa: una ensalada para acompañar unas fajitas hechas con carne del puchero y salsa picante.
Purgamos un pepino y lavamos unos fresones. Cortamos ambos ingredientes en rodajas finas, que llevamos a los platos y aliñamos al estilo tradicional: aceite virgen, sal marina y unas gotas de limón; tampoco le hubieran ido mal unas gotas de buen vinagre de Jerez.
¿El resultado? sorprendentemente bueno, un maravilloso juego de contrastes. Quién me iba a decir a mí que las fresas y el pepino se iban a entender tan bien. Pues se entienden. Ya ven: creatividad doméstica en estado puro. Y, por supuesto, no pienso colgar la foto en las redes: asunto privado.
Caius Apicius - EFE
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