¿Qué sería de nuestra cocina sin los huevos de gallina? Son un auténtico comodín, la solución de urgencia, el ingrediente fundamental de un montón de salsas básicas? Piensen en algo tan sencillo como una mahonesa, en una salsa de la elegancia de una holandesa: el huevo es el protagonista imprescindible.
Cuando pensamos en huevos, solemos referirnos a los de gallina. En cocina y repostería se usan huevos de otras aves, como el pato, la oca o, en el extremo opuesto, la codorniz. En cuanto a las formas de prepararlos, son prácticamente incontables. Algún ejemplo lo ilustrará.
El gran libro de Auguste Escoffier "Ma Cuisine" (primera edición, 1907) ofrece 108 fórmulas, incluidas las tortillas, pero sin contar las salsas. En España, el libro de cocina más completo e influyente del siglo pasado, "La Cocina Completa", de la "Marquesa de Parabere", seudónimo de la bilbaína María Mestayer de Echagüe (primera edición, 1933), proporciona nada menos que 138, igualmente sin tener en cuenta las salsas.
Y es que, como decía otro escritor gastronómico español de principios del siglo XX, que firmaba como "Picadillo", escribía: "regiones hay en que la carne de ternera no se conoce; donde el pescado llega representado únicamente por la modesta sardina de tabal, de esa que es necesario tener a desalar tres o cuatro días (?) y sin embargo los huevos son conocidos de todo el mundo".
En los antiguos textos culinarios, en los que de verdad se trataba de ayudar a aprender a cocinar a sus lectores, se incluían muchas recetas de las que llamamos "básicas", que los autores de recetarios personales modernos suponen conocidas, lo que es mucho suponer. La cosa es que antes, como decimos, esos libros eran perfectos auxiliares de cocina, que era donde solían estar, mientras que ahora son exhibiciones de la creatividad del cocinero que los firma? y están en la biblioteca del salón.
Una de esas recetas básicas para los huevos son los llamados pochés, en buen español escalfados. En tres palabras, se trata de huevos, sin cáscara, cuajados en agua. Hay que dominar el procedimiento para que la yema quede líquida y la clara, cuajada, la envuelva por completo.
Veamos la fórmula que prescribe la citada "Marquesa de Parabere". Indica para un litro de agua el jugo de un limón, o un chorrito de vinagre, y señala que se cuajan mejor si no se sala el agua.
Allá vamos. Habrán de llevar al fuego una cacerolita con el agua acidulada y agregar los huevos en cuanto rompa el hervor. La operación necesita cuidado. Deben ir rompiendo uno a uno los huevos en un cucharón (no en un cazo) y, llevando este a ras del agua, dejar que se deslicen a ella. Al mismo tiempo, con una espumadera, se va recogiendo la clara alrededor de la yema, para evitar que se extienda.
Puestos así tres o cuatro huevos, se baja el fuego y se deja que se hagan tres minutos. Si los huevos son fresquísimos, se abuñuelan, formando como bolas; si no, se desparramarán en el agua. Se van sacando del agua con mucho cuidado, nuevamente con la espumadera, y se ponen en una tartera. Será el momento de recortar las claras, si no tienen una forma perfecta y, a partir de ahí, utilizarlos según la receta elegida.
Requieren, como ven, bastante mimo y, más que nada, mucha práctica; hace un par de noches, en un concurso de cocina cuyo jurado preside el gran cocinero italiano Carlo Cracco, de unos cuarenta aspirantes apenas una decena consiguió unos huevos escalfados impecables. No es tan fácil como parece.
Pero vale la pena. Esa yema líquida, que es la mejor salsa del mundo, compensa todo el proceso de aprendizaje. Y con huevos escalfados se hacen maravillosas recetas, que deberán buscar, ya digo, en los viejos libros de cocina de los auténticos maestros.
Caius Apicius - EFE
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